La historia volvió a hacerse presente ayer en Nuñez, luego de que un hombre de 68 años iluminara otra vez la noche de River. Paul McCartney se despidió de la Argentina con otro concierto memorable.
Animado y locuaz, McCartney refutó aquella máxima que asegura que segundas partes nunca fueron buenas. Si el show del miércoles sirvió para reafirmar la vigencia del ídolo, la de ayer sirvió para ratificar su grandeza, su condición de artista sin época. Fue una de esas noches mágicas que quedarán en la memoria. Noches que tienen inicio (las 21.15 de ayer) pero que nunca encuentran su final, porque flotan en el aire de los tiempos, convertidas en leyendas.
Bastó con que McCartney saludara (“Hola Buenos Aires”), para que el público (45.000 personas) se entregara a la celebración. Pocas veces es posible observar una empatía tan intensa entre un artista y su gente. Al igual que en el show inaugural, el beatle volvió a desempolvar sus clásicas canciones, esas que constituyen la banda de sonido de cuatro generaciones de fans y que no distinguen condición o estirpe. Estaban bailando Mario Pergolini, Hernán Lombardi, Mauricio Macri, Natalia Oreiro y Ricardo Mollo, mezclados con padres e hijos veinteañeros, adolescentes y hasta niños, todos embrujados por el talento intacto de un artista único.
McCartney abrió con “Magical Mystery Tour” y, en lo que fue el primer despertar de pasiones, siguió con “All my loving”. La cena estaba lista. Y el encargado de servirla era este viejo ilusionista que hechiza con su magia.